Puerto Viejo
Foto con fines ilustrativos, María Suárez Toro
En un reportaje publicado en La Nación
el domingo 20 de noviembre, titulado “10.000 casas en costas corren
riesgo de ser derribadas”, el periodista Diego Bosque enciende una
alarma para cerca de 31.000 personas que residen en la zona
marítimo-terrestre.
En efecto, oscuros nubarrones
planean sobre los habitantes costeños del Pacífico y del Caribe sur,
ante la amenaza de que sus viviendas y negocios sean demolidos porque,
según las leyes, ellos son, paradójicamente, precaristas en la tierra que algunos de sus abuelos labraron con sus manos.
En efecto, los primeros inmigrantes llegados a la zona a inicios del
siglo XX, unos huyendo de convertirse en mano de obra esclava en la
construcción del canal de Panamá y otros, pescadores artesanales en
busca de nuevos nichos de fauna marina, se encontraron con una franja de
tierra pantanosa, plagada de cocodrilos. Esto no fue obstáculo para
hacerla habitable rellenando el cenagal con troncos y cocos secos.
Allí se establecieron las primeras familias, las cuales dieron origen
a pequeñas comunidades que supieron conservar sus tradiciones, su
cultura, su comida típica y el colorido folclor afrocaribeño.
Con los años, nuevos inmigrantes provenientes de la meseta central y de
otros continentes descubrieron el pequeño paraíso, inmerso en una
espléndida naturaleza donde se respiraba hermandad y tranquilidad, y
decidieron establecerse también. Trajeron consigo elementos de su
cultura, como su gastronomía y un espíritu emprendedor que contribuyó
de manera significativa a que la zona pasara de ser una economía de
subsistencia a una de pequeña escala, y esto proporcionó mayor bienestar
a sus habitantes.
En este crisol de razas y
costumbres, se fraguó una sociedad muy particular, que de alguna manera
vive al ritmo armonioso de la hamaca, en un ambiente alegre y
despreocupado, donde la gente se viste a su manera sin responder a
estereotipos de la moda ni al consumismo. El medio de transporte es,
para una gran mayoría, la bicicleta, y se da un trato igualitario entre
la gente, sin predominio de clases sociales. No hay mendigos en las
calles, pese a que el nivel económico es bajo, y, gracias a la mezcla
de razas, está creciendo una bella generación de ojos claros y piel
oscura. Así es Puerto Viejo.
No es de extrañar,
entonces, que la zona se haya convertido en un polo de atracción
turística de ticos y extranjeros, pues, además de las características
señaladas y las magníficas playas, los pequeños hoteles son,
generalmente, atendidos por los dueños, quienes ofrecen al visitante un
ambiente hogareño, que empieza a ser un parámetro mundial, frente al
impersonal trato de la gran empresa turística.
Amenazas.
Sin embargo, como señala el periodista, estas comunidades viven
amenazadas con desaparecer porque no se ajustan a lo establecido en la
Ley de la Zona Marítimo-Terrestre. Entendemos y compartimos el espíritu
de la legislación cuando prohibe construcciones en una franja de 50
metros, por cuanto evita que los “grandes” se apropien de las playas,
levanten cercas y restrinjan el paso al resto de los mortales.
Esto último no ocurre en Puerto Viejo. Muy por el contrario, los
negocios históricos El Chino, Stanfford, Selvin, Maxí, con cerca de
medio siglo de establecidos, han dado lugar al surgimiento de otros
pequeños comercios. Estos no solo no impiden el acceso de las personas a
la playa, sino que les facilitan mesas y sillas a los visitantes para
que disfruten de bebidas y alimentos a la orilla del mar. Algo que a
todos nos encanta.
Recordemos que las sociedades no
se desarrollan por decreto, sino gracias a la dinámica de sus
pobladores, por lo que demoler estos establecimientos significa la
muerte de una comunidad, pues la franja cuestionada es, precisamente,
la matriz de esos pueblitos.
‘El remedio’.
La solución no es la elaboración de planes reguladores turísticos,
como se señala en el reportaje citado, porque, igualmente, estos
instrumentos suelen ser una nueva arma legal para desalojar a los
pobladores que no pueden pagar costosos cánones, como sucedió en el
Pacífico.
Desde mi punto de vista, debe ser el
sentido común, la inteligencia y el espíritu de las leyes, hechas para
velar por los derechos y el bienestar de los ciudadanos, lo que debe
guiar a nuestros gobernantes para encontrar respuestas racionales, no la
aplicación ciega de la letra que, en este caso, generaría daños
económicos y sociales irreversibles.
De esa
inteligencia y la buena voluntad dependen el destino de esos pueblos y
la tranquilidad para sus habitantes, de poder seguir mirando al mar y
viviendo en la tierra que los vio nacer o en la cual decidieron en algún
momento asentarse y contribuir a un desarrollo armonioso y equilibrado
con el ambiente.
POR
Cristina Zeledón L. / Profesora universitaria, publicado en
http://www.nacion.com/opinion/foros/Puerto-Viejo-amenazado_0_1459254064.html